En el París de finales del siglo XIX, la desesperación llevó a soluciones impensadas. Cada año, más de seis mil niños eran abandonados en los hospicios de la ciudad. Muchos de ellos nacían con sífilis congénita, una enfermedad transmitida de madre a hijo durante la gestación o el parto. Las nodrizas no podían alimentarlos, pues el riesgo de contagio era altísimo. La lactancia artificial, por su parte, solía ser una sentencia de muerte.
Fue entonces cuando el médico Joseph Marie Jules Parrot ideó un experimento inusual: en los jardines del Hospice des Enfants Assistés se levantó un establo con cabras y burras. Los bebés eran llevados allí y, sin intermediarios, mamaban directamente de las ubres de los animales.
Contra toda expectativa, los resultados sorprendieron. Los niños alimentados con leche de burra tenían una tasa de supervivencia mucho mayor que aquellos alimentados con leche de cabra o métodos artificiales. Sin embargo, el sistema no pudo sostenerse: la producción de leche era escasa frente a la cantidad de niños necesitados. La práctica duró poco más de una década, quedando como un episodio singular en la historia de la medicina y la infancia.
Hoy, aquella fotografía que muestra a un pequeño bebiendo de una burra, con otras enfermeras aguardando su turno, refleja el límite difuso entre la ciencia, la necesidad y la dignidad humana en una época donde la supervivencia era, muchas veces, cuestión de ingenio desesperado.
«Datos históricos»

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