En 1943, en el campo de exterminio na/zi de Sobibor, una niña romaní, que no debería tener más de quince años, fue colocada en la cola que conducía a las cámaras de gas.
Su vestido estaba rasgado, sus pies descalzos y heridos, pero antes de seguir adelante, se volvió a los demás y susurró:
"Miren…”
Y entonces comenzó el baile.
Sus movimientos eran suaves, casi etéreos, un gesto imposible de belleza en medio del horror.
Brazos abiertos como alas, pasos ligeros como el viento sobre cenizas.
No bailó para escapar, sino para afirmar lo que todavía era suyo: dignidad, identidad, vida.
Algunos de los presos lloraron...
Otros, por un momento, trataron de acompañarla: un paso, un respiro, un último parpadeo de libertad.
En ese breve momento, no fueron víctimas.
No eran números.
Eran seres humanos.
Un sobreviviente  recordaría más tarde:
“Ella bailó como si desafiara a la muerte. Y fue justo lo que hizo.”
Sus rastros se han borrado de la tierra, pero el espíritu de la niña de Sobibor no ha desaparecido.
Ella nos hace recordar que incluso ante la aniquilación, la vida todavía puede elegir levantarse y bailar.
Foto realizada con I.A

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